lunes, 24 de septiembre de 2012
El anciano y el secreto.
Había una vez un hombre que buscaba a un maestro que hubiera alcanzado el secreto de la verdad suprema.
Había tomado clases con un centenar de maestros y visitado a otros tantos iluminados, había leído miles de libros y recorrido decenas de lugares llenos de historia, pero al final, pasado el tiempo de la fascinación inicial, siempre terminaba decepcionado y desilusionado.
Un día oyó decir que en un lugar muy lejano, en medio del desierto, se encontraba un anciano del que se afirmaban tres cosas: que había alcanzado el secreto último, que ya no aceptaba discípulos y que era difícil hacerle cambiar de idea.
Era todo un desafío, porque ni siquiera sabía exactamente dónde encontrarlo, pero después del camino recorrido, nada podía frenarlo, especialmente porque un extraño presentimiento le decía que ése era el maestro que había estado buscando durante tanto tiempo.
El hombre dejó todo lo que había y viajó hacia el desierto.
Le costó todo un año de penurias localizar el lugar exacto...
Muchas veces se había sentido cansado, harto de tanto trajín y casi dispuesto a abandonar la búsqueda... lo frenaba la idea que era absurdo dejarlo en ese momento, convencido como estaba de tenerlo muy cerca...
Así que persistió, perseveró, y finalmente llegó hasta la cueva donde el anciano vivía.
El hombre había visto a muchos maestros, algunos verdaderos, otros falsos, pero éste... éste tenía algo que lo hacía especial... Estaba claro, era tan obvio... Este anciano tenía el secreto y se le notaba.
El maestro se hallaba sentado bajo un árbol, y la energía alrededor del árbol era tan inmenso, que el hombre se sintió inundado de ella.
Como embriagado, cayó a los pies del anciano y lo miró a los ojos... vio una profundidad como nunca había visto... y entonces le dijo:
- Vengo en busca del secreto último. ¿Puedes decírmelo?
- Es mucho lo que pides. ¿Qué tienes para dar a cambio?
- No tengo nada más que mi deseo de saber, lo he dejado todo para llegar hasta aquí... pero haré lo que me pidas... por favor...
El anciano permaneció en silencio y su mirada se perdió en el desierto. El recién llegado no se atrevió a decir nada y se quedó a su lado durante más de una hora.
- Te daré la misma oportunidad que me dió mi propio maestro - dijo el anciano al fin -. Durante tres años deberás permanecer en silencio a mi servicio, sin pronunciar ni una sola palabra... Si consigues esto, quizá pueda decirte el secreto que me reveló mi maestro, porque el secreto, para ser tal, tiene que mantenerse secreto. Si puedes permanecer en absoluto silenciotodo ese tiempo, será la indicación que eres capaz de guardar algo dentro de ti.
El hombre aceptó el trato. Era evidente que cualquier sacrificio estaba justificado para conseguir accader por fin a la verdad última de las cosas...
Aquellos tres años fueron verdaderamente largos, casi como tres vidas... El desierto, nadie más por allí, solo el anciano, y el silencio...
El silencio del desierto, el silencio del anciano, y los tres años.
Pareció como si hubieran pasado muchos, muchísimos años, pero solo pasaron los tres años.
Entonces el hombre dijo:
- Maestro, ya han pasado los tres años. ¿Me dirás el secreto?
El anciano contestó:
- Como me dijo mi maestro, primero debería convencerme que entiendes el verdadero valor de un secreto. Se necesaita una promesa absoluta y una lealtad poco usual para honrar un secreto tan valioso como éste.
El hombre dijo:
- ¡Lo entiendo! Te lo juro. Prometo ante Dios, con todo mi corazón, que nunca revelaré este secreto a nadie. Créeme.
El anciano comenzó a reír y le dijo:
- Eso está bien. Te creo.
Y siguió riendo y riendo hasta que su discípulo volvió a preguntar:
-¿Y el secreto?¿Cuándo me dirás el secreto?
- Nunca... - dijo el maestro.
- Pero no comprendo... Dijiste que me revelarías el secreto, como lo hizo tu maestro contigo...
- Sí. Y eso haré. igual que él hizo conmigo - dijo el anciano -. Pero piensa: si tú puedes guardar un secreto de por vida, ¿por qué piensas que yo no voy a ser capaz de hacerlo? No puedo reverlarte el secreto: primero, porque prometí no hacerlo, y segundo, porque mi maestro también era leal a su juramento, y nunca me lo dijo. Cuando después de trabajar en silencio durante tres años, llegó el día... yo estaba tan feliz... había llegado el momento. "¿Cuál es el secreto?", le pregunté. Mi maestro se rió de la misma manera que yo me he reído, y dijo: "Si es cierto que tú puedes guardar un secreto, y estos tres años han demostrado que así es, ¿cómo es que piensas que yo no voy a poder hacerlo?".
El discípulo bajó la cabeza y se marchó.
Pero su viaje y su sacrificio no había sido en vano. La luz que había percibido en el anciano lo acompañó desde entonces.
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