miércoles, 26 de septiembre de 2012

No olvidar.



Una de las escenas más impresionantes de la antigua Roma era el momento en que algún general victorioso entraba triunfante en la ciudad de los césares.

Para que la capital le prodigiara el recibimiento más glorioso debían cumplirse dos condiciones: la primera, que el general hubiese vencido en una guerra justa (el bellum iustum); la segunda, que en el enfrentamiento hubiesen muerto, como mínimo, cinco mil enemigos.

Las tropasque iban a participar en la marche se organizaban en el Campo de Marte, desde donde, en desfile procesional, entraban a Roma por el Arco del Triunfo. Después de recorrer la Vía Sacra, llegaban hasta el Capitolio y rendían homenaje a Júpiter. Allí, a los pies del césar, las tropas victoriosas mostraban al pueblo los tesoros traídos de las tierras conquistadas y la larga fila de prisioneros capturados.

Ese día, Roma se llenaba de algarabía y euforia.

Las guirnaldas y las flores eran poco para felicitar al ejército victorioso.

El desfile triunfal, de hecho, era un premio en sí mismo, ya que en lo cotidiano no se permitía a los militares pasear por la ciudad.

Pero el homenaje tenía su centro en la persona del general victorioso, que era coronado con laurel y vestido con una túnica tachonada en oro. Se lo recibía como si fuera un dios, hasta tal punto que durante ese día su popularidad y su poder hacían sombra a las del propio emperador.

Seguramente por eso, Julio César, quizá temeroso que alguno de sus héroes quisiera disputarle sus espacios de poder, y para que el general no olvidara que esa situación era transitoria, ordenaba que detrás del héroe, y casi pegado a su espalda, desfilara siempre un esclavo que, alzando por encima de su cabeza la corona de Júpiter Capitolino, iba susurrando al oído del general: Respice post te, hominen te esse memento. (Mira hacia atrás y recuerda que sólo eres un hombre).

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